Con motivo de la época navideña, el escritor puertorriqueño Carlos Daniel ofrece el primer capítulo de su más reciente novela Walkie Talkie como regalo para los seguidores de Narrándonos.com.
A tres días del verano
1988’s
1
Aquellos ojos inmóviles contemplan con firmeza el cuerpo dormido del pequeño Alex, escondidos en la oscuridad del pasillo. La silueta de un sombrero y unas manos anchas, dibujan la enorme sombra de unas garras que cruzan la sábana del pequeño. La alfombra del cuarto oculta el ruido de los pasos de aquellas viejas botas. La mano de un hombre acorta la distancia del rostro de Alex y justo al llegar a su frente para cogerle la cara, Alex brinca de miedo al despertarse, expresando en su mirada el mayor de los temores.
Su padre, Esteban Betancourt, besa la frente de su hijo, dándose cuenta de que lo ha despertado. Alborota su pelo como de costumbre. El televisor intenta mostrar alguna imagen, pero solo proyecta el color gris de la falta de señal. La lámpara de la mesa también sigue encendida.
La colección de figuras de los Thundercats simula una guerra en contra de He-Man y los Maestros del Universo. Los muñecos son parte de la decoración en la madera de la pared. La madrugada está vestida de frialdad y una lluvia ligera cae por la ventana.
El sol no tiene planes de llegar. Algunos posters de películas como: Gremlins, Ghostbusters, Predator y The Goonies pintan parte de las paredes frente a frente con Magic Johnson y su camisa amarilla de los Lakers. Arropado entre las sábanas, Alex disfruta la compañía de su padre antes de irse a trabajar. Cualquier segundo por más mínimo que fuera, es una aventura para el pequeñín. El resto solo son largas horas de ausencia por tanto trabajo.
—¿Otra vez las pesadillas? —le pregunta su padre.
—Solo fue anoche. Juaco le prestó a Jerry la película, Friday The 13th.
—¡Maldita sea! —exclama Esteban molesto—. Cuántas veces le he dicho a tu hermano que no los quiero viendo esas malditas películas, esta vez me va a escuchar. Después estas toda la noche con la tele y luces prendidas, y eso no es gratis Alex —reclama Esteban y se levanta de la cama de mal humor.
—Pero no pasa nada. —Alex sale del enredo entre sus sábanas y coge el walkie talkie que está en la mesa—. Jerry me dijo que tengo que aprender a superar el miedo de la oscuridad, y en todo caso, lo llamo desde el walkie talkie. Las pesadillas, solo están en la imaginación, de alguna manera tengo que entenderlo.
La duda se refleja en el rostro de su padre, no queda satisfecho con la contestación de su hijo pequeño. Suspira para calmar su coraje, su mirada choca con el reloj «Mijo ya me voy a trabajar. Recoge este cuarto, y por favor, no molesten tanto a la abuela en estos tres días de clases. Si no van a pasar todo el verano en mi oficina, los dos», advierte y camina hacia la puerta.
—¿Hoy vas a llegar temprano? —pregunta Alex con esperanza.
Esteban analiza como intentar no volver a mentirle a su hijo, pero sus excusas ya se han agotado.
—Lo intentaré. —contesta. Da unos pasos para acercarse a la tele y desconecta el VCR—. Luego hablamos sobre las películas de horror, mientras tanto me llevo el VCR —añade su padre al cerrar la puerta al salir.
Los pasos se alejan por el fondo del pasillo y Alex regresa a navegar en su sueño antes que el grito de la alarma cante por sus cuatro paredes. Su padre se detiene frente a la puerta de su hijo mayor, Jerry. Al poner una de sus manos en la cerradura, cambia su decisión de entrar para no discutir. Ha sido una semana pésima entre ellos. La adolescencia suele ser una etapa de rebeldía, un dolor de cabeza para el comisario Esteban Betancourt.
Las gotas de sereno visten como manada cada cristal del carro del comisario. El motor de la patrulla retumba y suena cansado por los años de tanta marcha. El radio prende directo a la banda AM, y él se quita el sombrero tirándolo al asiento del pasajero.
Su altura llega a los seis pies, de pelo oscuro, bien recortado, un cuerpo no tan atlético, ojos claros y algunas arrugas lo colocan en los cuarenta y cinco años. En sus manos, sujeta la memoria perfecta de una foto, donde sale junto a su esposa y sus dos hijos.
Todos ríen de felicidad, la misma sensación que ya no lo visita. Las emociones y sentimientos se han mudado fuera de su pecho.
El comisario besa la foto y murmura un «te extraño tanto», como en cada mañana y la devuelve a su espacio frente al marcador de millas.
El auto acelera a tempranas horas del nuevo día camino a su rutina. Se pierde al llegar a la carretera que se mezcla con las curvas arropadas por grandes árboles de aspecto tenebroso —los niños del sector han creado el mito que las noches de luna llena, se pueden ver caras de ancianos transformarse en los troncos— todos los vecinos duermen a la espera del sonido de sus alarmas. Cada casa se pierde en la densa madrugada mientras el comisario maneja por la solitaria carretera en dirección al pueblo.
***
Los colores de la mañana reparten una cálida temperatura y la abuela Tata de unos setenta y cuatro años, prepara el desayuno para sus dos nietos. Jerry, es el mayor de trece años y Alex el menor de ocho. Alex, de cabello castaño, siempre lo esconde debajo de su gorra de Atari —la gorra fue el último regalo de su madre— desde entonces, siempre la lleva puesta a todos lados. Sus ojos son claros, grandes y expresivos.
El niño siempre es el primero en estar listo, así aprovecha para sentarse en el sofá frente al televisor, matando el tiempo viendo los muñequitos de G.I Joe y a escondidas, come su paleta favorita de caramelo Sugar Daddy. Aunque siempre ese gusto acaba en una guerra con el caramelo debido a sus brackets. Tata vuelve a llamar a Jerry para que baje a comer, se les hace tarde para la escuela y el coraje en su voz toma control de sus emociones.
El pequeñín no duda en llevar la contraria a su abuela y menos cuando acaba de gritar por tercera ocasión. Decide ir en busca de su hermano.
La casa es sencilla, tres cuartos y un baño. No exaltan los lujos, pero nunca falta un plato de comida. Su padre duerme en un family creado por él, en la parte de la lavandería. El cuadro de su esposa y madre de los niños es la decoración al final del pasillo del segundo piso, que conecta con los cuartos. La casa es la última de esquina en el sector, algo que los hace gozar del patio más amplio.
Un murmuro resalta por el pasillo y Alex se asoma despacio. Disminuye el ritmo en su caminar. La puerta está medio abierta y el niño como todo un Dick Tracy se asoma para saciar la curiosidad del origen del murmuro. Justo al llegar a la puerta, tapa su boca con una de sus manos al ver a su hermano frente al espejo, ensayando algunas palabras románticas.
Su cabello es oscuro y ondulado. De físico atlético que muestra ese cambio que saluda a la adolescencia. Con la actitud de rebelde que distingue a todo adolescente en esa edad.
El radio toca una canción de Cyndi Lauper y Jerry tararea el coro frente al espejo “Time After Time” éxito que suena en todas las emisoras del país
—influencia de la cultura pop norteamericana— la carcajada de Alex delata su posición y ya no es un secreto que lo anda espiando.
Jerry se voltea al instante y brinca por encima de la cama directo hacia la puerta «Maldito mocoso, ven acá», grita Jerry. Los pasos de Alex retumban el suelo de madera y su velocidad solo exclama que intenta salvar su pellejo.
Tata acomoda los platos sobre la mesa «Oye sin correr, nene que después llegas sudao’ a la escuela. Avancen que estamos tarde», dice Tata —Abuela cual es la prisa si estos días no cuentan— le contesta Alex respirando agitadamente.
Jerry entra a la cocina con el Walkman en sus bolsillos y los audífonos en cada uno de sus oídos. Tata pone los vasos de jugo cerca de los platos y Jerry amenaza con señas a Alex, dicta sentencia que es hombre muerto si comenta algo de lo que vio.
La abuela llama en dos ocasiones a Jerry y este no le presta atención, la música está a todo volumen. Tata se quita una de sus chancletas y la silueta vuela frente a la cara de Jerry captando su atención y se quita los audífonos.
—¡Ave María!, ¿estás sordo? ¿qué si quieres queso?
—No abuela está bien. No tengo hambre —Jerry clava su mirada en los ojos de su hermano—. Termina que no quiero coger el bendito tapón de siempre. Los espero en el carro —refuta con actitud.
Antes de retirarse abre una de las gavetas de la alacena para coger un Yoo-hoo. Se sirve un vaso con hielo y Tata se lo quita sin pensarlo. Devuelve el Yoo-hoo a su lugar.
—No señorito, usted va a comer comida. —dice Tata con autoridad. Jerry pelea entre dientes y sale de la cocina—. Termina, y deja de estar jugando con la comida —añade Tata, regañando a Alex.
Al tercer intento el Volky rojo de la abuela toma vida. Jerry acelera el carro para calentarlo. La abuela cierra la puerta de la casa y comienza a llover los regaños para que Jerry se mueva al asiento del pasajero.
El tráfico del pueblo es ligero. Las tiendas locales abren sus puertas para comenzar a operar. La fila para el drive thru del desayuno en Golden Skillet, amontona a los carros hasta la carretera principal. El señor de las verduras acomoda su silla y sombrilla en el cruce de siempre, listo para vender. El joven repartidor de periódicos luce cansado y sin muchas ganas de terminar su ruta.
La guagua escolar detiene su paso para que bajen los estudiantes. Los que viven cerca del pueblo, caminan en manadas por la acera. El pueblo de Valle Alto despierta para su rutina semanal y darle vida a otro verano.
El Volky se detiene justo frente a la escuela y ambos niños se bajan listos para su nuevo día. Tata reparte los besos de siempre y ambos le piden la bendición. La mirada de Jerry sigue cada milla que aleja al Volky hasta el final de la calle y logra ver que su abuela ya no está en el panorama.
Los pasos y el sonido de la mochila de Caleb delatan su presencia y saluda al bajarse de la guagua a Alex. No solo son compañeros de clase, sino que también vecinos de solo tres cuadras de distancia. Caleb, trigueño con espejuelos y siempre con las mejores loncheras, tenis y bultos. Es de los primeros en siempre tener lo que sale a la moda. Único hijo y el más consentido.
—¿Qué tal Alex, qué tal Jerry? —saluda Caleb con su peculiar tono a los hermanos.
—Aléjate bobolón —le contesta Jerry y lo empuja por el hombro.
—Lo cogiste de buenas —refuta Alex.
Las suaves manos de Ginger aprietan los cachetes de Alex, para luego alborotar su pelo tras quitarle la gorra. Ginger culmina su saludo con un beso en la mejilla «¡Hola pequeñín!», exclama ella y luego se deja caer en los brazos de Jerry, para recibir un beso «¡Yuck!», expresan Alex y Caleb a la vez. Ginger, la vecina justo frente a frente de la casa de Alex es la novia y compañera de salón de su hermano mayor.
Los ojos resaltan el color miel cuando son descubiertos por la luz, su pelo castaño es el contraste ideal para su piel. Labios finitos con un tono de voz perfecto para su edad. Cada descripción de ella es la virtud que conquista a Jerry, su primer amor de colegio. En una de sus orejas, un juego de tres pantallas adorna lo distinto.
El sonido de un Camaro Iroc Z estremece el eco del silencio en la entrada de la escuela. Su pintura luce descuidada, su color blanco se confunde con crema. Los asientos cargan con ese aroma a noches de mucha humedad y el baúl está amarrado con una soga amarilla. Juaco saluda a Jerry y a Ginger y se mueve a la puerta del pasajero quitándole el seguro. La puerta retumba como tronco que se quiebra en la soledad de un bosque.
—¿Vas a cortar clases? —pregunta Alex.
—Así es, y tú te quedarás callado, ¿verdad que sí? —contesta Jerry. Arruga su frente para imponer su amenaza a la mirada de Alex.
—No te dejes manipular —dice Caleb.
Jerry ríe con sarcasmo y pasa su pulgar por la boca mostrando actitud de rebelde. Da un paso acercándose a Caleb y lo coge por la camisa.
—Queremos ir con ustedes —interrumpe Alex para salvar a Caleb de un posible golpe.
—¿Queremos?, es mucha gente —le contesta Caleb.
Alex levanta sus cejas para que no se queje y haga silencio, pero Caleb siempre capta todo muy tarde.
—Jerry, ya sonaron el timbre bro, nos van a mangar avanza, y móntate —dice Juaco.
—¿Qué crees amor? Le damos un paseo a los niños —pregunta Jerry mirando a Ginger.
Ginger les tira una guiñada y asiente. Jerry se acerca y los aprieta en un abrazo de oso que les quita el aire y los tortura un poco.
—Nadie va a decir nada, ¿quedó claro?
Los niños mueven sus cabezas despejando cualquier duda en jamás volver a preguntarle por un paseo «Mucho mejor», comenta y abofetea la cara de ambos sonriendo. Muestra sus dientes imitando esa sonrisa que reparte el Joker de Batman.
El Camaro arranca a toda velocidad con la música de Motley Crue a todo volumen. Jerry y Juaco no pierden tiempo y reparten los cigarrillos. Ginger saca su mano por la ventana despidiéndose de los niños. Alex levanta su mano y le saca el dedo «Malditos» grita mientras ve como el Camaro se pierde al final de la carretera.
—Definitivamente tu hermano está loco —dice Caleb sobándose el pecho.
—Así es, pero es el único que siempre saca la cara por mí.
Caleb y Alex se mezclan con el grupo de estudiantes que van como enormes masas en dirección a la entrada principal. El timbre suena por segunda ocasión.
La tarde ha pasado rápido y casi nada o ninguna materia para los estudiantes. A dos días de acabar el año escolar, sus horas se distribuyen en actividades de diversión, juego de tasos, juego de monopolio y hasta chico paralizado. Ya se siente el comienzo de verano. En la tarde, no puede faltar la película de siempre desde el carrito negro de ruedas y el televisor pipón.
***
El aroma de la comida reparte su encanto por toda la casa creando mayor deseo en el apetito. La abuela prueba y confirma que la comida preferida de Alex está en su punto.
El niño mira por tercera vez de reojo y ve a la abuela desde la sala concentrada en la estufa. Por quinta ocasión, Alex aprieta el botón del walkie talkie «Jerry, ¿dónde rayos estás? abuela anda preguntando por ti», dice Alex y suelta el botón. No llega respuesta. El sonido del mismo silencio es la única reacción en los oídos del niño. Alex se levanta sin hacer mucho ruido y con su vista firme camina de prisa a las escaleras.
El cuarto de Jerry está organizado, podría confundirse hasta con el de un adulto. La portada de la revista Playboy sobre la mesa, coquetea la curiosidad en la mente de Alex. El ruido de un azote en la ventana lo trae de vuelta a la realidad y deja caer la revista al suelo.
Con fatiga en su pecho y piel sudada, Jerry brinca entre la columna de la pared y las ramas de un árbol para llegar a la ventana. Al entrar al cuarto, da un suspiro de alivio, otra tarde más con éxito de haber entrado por su lugar de escape.
—¿Ya está la comida? —pregunta Jerry buscando aire.
—Segunda llamada de abu.
—¡Justo a tiempo! —exclama Jerry. Se agacha y coge la revista, suelta una risa con sarcasmo—. ¿Entretenido? —susurra Jerry y abre la puerta. Señala hacia al pasillo. No hay mucho que refutar, es el aviso de que salga de su espacio. Al llegar justo a la puerta, Jerry llama a su hermano por su nombre para detenerlo. Busca en los bolsillos de su pantalón y saca una barra de chocolate Crunch—. Por el silencio, y mañana jugamos Nintendo.
La emoción en Alex salta en un pie, pero disimula con madurez frente a su hermano. Sin pensarlo dos veces, esconde el chocolate en la gaveta de su cuarto. El tercer llamado para comer lleva enojo y molestia en el tono de la abuela.
La hora en el reloj de la pared cuenta que ya la comida ha terminado. La estufa vuelve a ser decorada con el plato solitario que espera por Esteban. Otra noche que se suma a la lista de ausencia o donde solo su presencia aparece en la madrugada.
Esteban prefiere refugiarse en su trabajo, evita regresar a la casa donde su mente le da vida a los recuerdos de su esposa. El pasado decorado con felicidad ha quedado encerrado en la caja del olvido.
La oscuridad del pasillo invita a Alex a asomarse desde la puerta del baño. Luego de bajar el inodoro, Alex vuelve a mirar por segunda ocasión a su cuarto que lo espera al final del pasillo.
Al conteo de tres, el baño queda a oscuras y se transforma en una sombra de lo misterioso en aquel largo pasillo. Alex corre a toda velocidad, el grito del miedo que lo consume le sonríe a su espalda.
Sus ojos se pierden por un momento y la silueta de la pared adopta diferentes formas. Alex acelera su ritmo y casi brinca para cruzar la puerta y entrar a su cuarto.
El niño toca su pecho con su mano como paño tibio que controla la agitada respiración. Enciende la luz y los miedos de su cabeza se alejan en busca de otra víctima.
El silencio de la noche se duerme y la visita de la lluvia va soltando gotas ligeras por la oscuridad que observa a todo el pueblo. El claro de la luna se acentúa más al apagar la luz y entrar a su cama. El cuerpo está arropado por la culpa del frío y el niño se alista para retomar su sueño.
Una extraña sombra, aparece y se mueve para ocultarse en lo profundo del armario. El corazón de Alex bombea a toda velocidad y su imaginación crea movimientos a las extremidades de la sombra que hay en su armario, convierte sus manos en garras filosas.
Muy despacio, logra sacar una de sus manos de la colcha y alcanza su walkie talkie «Jerry, Jerry hay alguien metido en mi cuarto», susurra Alex con voz baja mientras mete su pie en el interior de la sábana. El sudor en sus manos brota con frialdad y los golpes de su miedo, suenan en la cabeza como martillo que rompe una pared.
Las luces de un carro resplandecen al pasar por la carretera principal, pero la sombra ya no está en la pared «Jerry, contéstame, creo que hay alguien dentro de la casa», repite.
No hay contestación. Alex mira todo su cuarto y antes de bajarse de la cama para correr, Jerry aparece frente a su puerta, parado como zombie sin decir nada. El susto le saca un grito a su hermano menor y cae sentado al piso. Sube sus manos como escudo para ocultar ver el monstruo que espera devorarlo a solas en su cuarto.
—¿Qué rayos te pasa? estoy hablando por teléfono, y estás molestando —dice Jerry con actitud.
El pulso pega freno en el pecho del pequeño y al bajar despacio las manos, descubre que es Jerry y respira al saber que sigue con vida.
—Hay alguien ahí, en la pared, en la ventana, hay alguien metido en la casa —el miedo que reflejan las palabras de Alex, no son indicio de mentira.
Jerry enciende la luz del cuarto, mira por la ventana, entra al armario, busca debajo de la cama y todo sigue como si nada. La lluvia comienza a calmarse y la brisa corretea entre las cientos de hojas en el oscuro monte.
—Tal vez es la llorona, o las caras de ancianos que se ven en el monte —dice Jerry abriendo sus ojos grandes proyectando terror. Sube sus manos y dobla sus dedos como esqueleto que sale de la cripta.
—Lo juro, había algo en el cuarto —contesta Alex mirando hacia al monte.
Jerry le ordena a Alex que se acueste y deje el miedo a la oscuridad amenazándolo con poner seguro a la puerta.
Alex no refuta y sube a la cama, mira unos segundos al armario y luego oculta su cabeza debajo de la almohada. Jerry se detiene antes de cerrar la puerta y ve como su hermano se consume ante el pánico de lo desconocido.
—No hay nada, duérmete. Todo lo que se cuenta por ahí, son solo historias y cuentos.
El silencio crece con su presencia cada vez más alto y de forma diferente. Es extraño, en la mente del niño hasta los animales han dejado de hacer ruido. Un silencio que se confunde con la mirada penetrante de alguien que lo observa a distancia.
El comisario Esteban hace su entrada a la casa. Al bajar de su auto, su cuerpo refleja trece horas de trabajo, sus sentidos le susurran que la noche se comporta de manera extraña. Se quita el sombrero y se detiene a mirar el árbol gigante que colinda del monte a la verja de su patio.
Esteban frunce su frente e intenta enfocar su vista, pero la neblina que pinta la noche lo engaña y lo convence que es más el cansancio, que otra cosa. Se queja de sus pies al subir los escalones principales. Coloca la llave en la cerradura de la puerta principal y se voltea, vuelve a repasar el área y levanta sus hombros al ver que todo sigue igual, una noche que deja en su paso a una madrugada con mucha frialdad.
La figura sin una forma exacta entierra sus garras para bajar por el tronco del árbol. Su peso hunde el suelo al caer implantando sus huellas. Sin lograr definir su aspecto físico en la oscuridad, da un salto que la hace volar por encima de la verja.
La criatura se pierde en la profundidad del monte que rodea todo el sector, del pueblo Valle Alto.
Un extraño rugido, hace resonancia por el desconocido bosque y la vibración lejana, abre los ojos de Alex. El pequeño prende la luz de inmediato y cubre su cuerpo entero debajo de la colcha, en sus manos tiene listo su walkie talkie para pedir ayuda y salvar su vida.