POR BANY SEPÚLVEDA
Colaboradora invitada

Apenas empezaba mis labores como consejera escolar en Cayey, Puerto Rico. Había ofrecido mi primer taller motivacional de inicio de curso para estudiantes adolescentes de una comunidad de escasos recursos económicos. El oxígeno calaba mis pulmones plagados de ánimo para fomentar que mis alumnos creyeran en sí mismos y se lanzaran a la vida y todas sus posibilidades.
A la salida de la sala de clases me esperaba Esmeralda, una joven que repetía su noveno grado porque se ausentaba mucho cuando se le imposibilitaba levantarse a tiempo.
—Sé que soy muy inteligente, Bany, lo sé. Me colgué por ausentarme y no porque la escuela se me hiciera difícil. Quiero que me ayudes para no fallar este año —me dijo Esmeralda.
Sentí su convicción, lo vi en su mirada de ojos color dorado como la miel fresca de un panal. Y de inmediato la llevé a mi oficina y, a puerta cerrada, la entrevisté. Lloró tanto, tanto… tanto. Entonces, le expresé mi compromiso de apoyarle y darle el empuje en favor de sus metas. Un abrazo fue el cierre que dimos a nuestras palabras en favor de una vida estudiantil distinta.
La próxima semana decidí ir a visitar su hogar en ánimo de hacer un inventario de necesidades. Lo hice sin avisar. Llegué preguntando a los vecinos del caserío, quienes muy amablemente me facilitaron las coordenadas para arribar a mi destino. El cordel en el balcón estaba poblado de diminutas piezas de ropa íntima. Desde abajo se divisaban cada una de esas prendas ornamentadas con finas puntillas. Subí las escaleras y le llamé en voz baja mientras tocaba la puerta.
—¡Un momento! —gritó una voz de mujer joven desde adentro.
Más adelante, me dijo que estaba durmiendo. Eran las dos de la tarde de un miércoles. Entonces, ahí fui entendiendo la causa de las ausencias de Esmeralda. Me permitió entrar. Era una hermosa y muy joven mujer que había parido muy niña a su única hija. Tuvimos una deliciosa plática rasgada por crueles verdades que agradecí. En la casa había dos habitaciones, pero solamente una cama donde dormían madre e hija, ella y Esmeralda.
La niña había sido cruelmente abusada en varios hogares sustitutos a los que había sido movida durante su edad infantil. Por primera vez, ambas dormían acurrucadas sanándose el miedo al porvenir. No siempre eran ellas dos en una misma cama; en ocasiones les acompañaba algún hombre que esta joven madre se echaba al cuerpo para luego vomitar sus destrezas nocturnas en la lista de supermercado y amilanar hambres añejas. Por eso dormían hasta tarde.
Un intenso sentimiento de culpa sobrecogió a esta mujer en la primera penetración recibida en su cuerpo; eso narró.
—La primera vez fue la más difícil, los demás son más fáciles. Y si lleno la nevera, menos me duele —así se expresaba la madre de Esmeralda.
Luego de esa primera vez, asistió a misa a verter su culpa. Y contaba con soltura que lloró muchísimo. Pero su arrepentimiento le duró poco cuando el sacerdote levantó el cáliz y la hostia y dijo que sus hijos comían de su cuerpo y bebían de su sangre. Y de ese modo, se sintió como la MESÍAS de ella y de su única hija. Así lanzaba al viento su certeza de acción: totalmente convencida de ello.
EL PROVEEDOR DE HOY, le llamaban ambas antes de descargar una carcajada que era casi una mueca de dolor y desventura. Las uñas de manos y pies de la madre lucían hermosas y listas para el prodigio del próximo cliente; eran herramientas de trabajo.
Me alejé en silencio, con agudos aullidos instalados en el alma. Supe que la causa del fracaso de Esmeralda era que no dormía mientras participaba de los actos de prostitución de la madre. Confirmé en su expediente los abusos sexuales perpetrados a Esmeralda desde muy temprana edad. Entonces, pedí ayuda económica entre maestros para cumplir con las necesidades básicas de Esmeralda. Nunca les conté las razones para ello, a nadie le dije que le compraría una cama.
Todos cooperaron, menos un maestro que miró con desprecio mi gesto y me dijo:
—¿No te has dado cuenta de que a quien quieres ayudar es la puta más puta del caserío? Una mujer que tiene dinero para hacerse las uñas no me da razón para ayudarle.
Entonces, le respondí:
—PUTA ES EL HAMBRE Y HAY QUE ALIMENTARLA Y ACURRUCARSE CON ELLA CUANDO EL MIEDO SE NOS METE EN EL LECHO.
Y tomé entre mis manos el puñado de dólares donados y en silencio le compré la cama, y la instalé en el cuarto de Esmeralda donde no se escuchaban los gemidos que acompañaban el vacío en su vientre.
Me encargué personalmente de cada una de las necesidades de Esmeralda durante todo ese año escolar. Tuve deliciosas pláticas con ella, quien comprobó su inteligencia. No tuvo ausencias durante ese año y terminó con promedio de 3.88, ganó medalla de superación y cargó con el premio más importante de la clase de noveno grado. Esmeralda comprobó que es una mujer inteligente. Luego de esto, su madre estuvo presa por uso de drogas.
Más adelante, vi a Esmeralda en la distancia. Lucía agotada, y muy cerca de ella había tres pequeñines maltrechos y mocosos. Me detuve y le pregunté cómo le iba. Muy inteligentemente me dijo:
—Bany, ando llenando vacíos con otros vacíos. Al menos, voy de compras al supermercado para llenarles la panza a estos tres.
Me dio un cálido abrazo lleno de lágrimas y agradecimiento, y en el oído me dijo llorosa:
—PUTA ES EL HAMBRE Y HAY QUE ALIMENTARLA.
Y me quedé sin palabras.
*Nota aclaratoria: Las expresiones de entrevistados y colaboradores no representan necesariamente el sentir de Narrándonos.com ni de su mantenedor.
¡Extraordinario!
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